El ladrón de Almas. VENGANZA (primer capítulo).

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En los enlaces de arriba podréis ver y saber más sobre la saga a la vez que adquirirla. Aquí os dejo, una vez más, el que fue el primer borrador del capítulo I . (Publicado en el viajo blog 22/04/2014)

María del Pino El ladrón de almas VENGANZANota de la autora

Porque, a veces, las cosas no son lo que parecen y los mitos y leyendas pueden ser fabricados a partir de algo real (que, a su vez, parece inverosímil), os presento la primera historia de la saga: “El ladrón de almas”.
Nunca hay que creer que se tiene algo seguro. La realidad puede llegar a sorprendernos, en ocasiones, más que la ficción.
Decir también que, aunque bastantes de las ubicaciones existen (incluso algunos de los personajes esporádicos son reales), todo está adaptado a favor de la novela y sus protagonistas, que son, los que al fin y al cabo, existen en esta realidad, en este mundo en el que vamos a entrar.

Deseo que sea de vuestro agrado.

María del Pino.

Capítulo I

Siento fuertes espasmos de dolor, como si hubiese rodado por un barranco. «¿Dónde estoy?», me pregunto aturdida. De pronto, la realidad impacta sobre mí y recuerdo la cara de Javi, su sonrisa, el anillo y el campo. Trato de despertarme o moverme, pero ni tan siquiera soy capaz de abrir mis pesados párpados. Pasa el tiempo. Desconozco cuánto. Mi cabeza se vuelve a nublar y la turbación no me deja reaccionar.
Cuando al fin alcanzo a percibir sonidos, escucho un estridente y sofocante “pí-pí-pí” que me pone aún más nerviosa. Ante mi inquietud, logro abrir los ojos. Aprecio que Javi no se encuentra junto a mí y que no estoy de senderismo. Me hallo en un hospital.
Mi madre duerme a mi lado, cogiéndome de la mano. Intento hablarle en vano. No sale nada. Ni una mísera palabra es capaz de desplegar mis sellados labios. Mis apocadas fuerzas solo me permiten percatarme de dos cosas. Es de noche y algo grave me ha ocurrido.
Deseo hacer algo, pero no puedo. Una vez más, sin yo quererlo, ni beberlo, vuelvo a sucumbir a mi aletargado sueño con la última visión realista de ver allí, en la puerta, a ese endiablado ser. No sé si esto se trata de mi peor pesadilla…
Tras soñar o, más bien, creer vivir agónicamente una catástrofe ya vivida, una y otra vez, resurjo de nuevo del mundo infernal del subconsciente. Y en esta ocasión, con un poco más de fuerza.
–Cariño, ¿estás bien? ¿Estás bien? –pregunta mi madre asustada, feliz, triste y con lágrimas en los ojos.
No entiendo muy bien su complejo sentimiento. Pruebo a hablar. Al no poder, me da agua. Tragar es como arañarme con rastrillos la membrana de la garganta, pero aun así, lo intento.
–¿Dó-dónde estoy? ¿Y Javi? ¿Por qué no está aquí conmigo? –me alarmo. Solamente puedo pensar en él para corroborar que todo ha sido un mal sueño y no una realidad.
Le veo intenciones de contestar al mismo tiempo que parece no querer hacerlo. Vuelvo a indagar con la poca voz que sale de mi cuerpo. En el preciso instante en el que comienza a abrir la boca, aparecen dos enfermeras armando alboroto entre ellas. Mi madre, intranquila, empieza a interrogarles sobre miles de cosas, olvidándose de darme mi ansiada respuesta. Me alarmo un poco con respecto a mi salud al escuchar el silencio momentáneo de las dos mujeres. Alegan que no saben mucho, que hay que esperar a que lleguen los doctores.
Trago saliva de nuevo y vuelvo a interesarme por Javi. Como siguen ignorándome, alterada por no saber de su existencia, me arranco la vía e intento ponerme en pie sin dejar de preguntar por él. Ahora las dos mujeres sí parecen hacerme caso. Incluso dan la voz de alarma. Entre ellas me tumban en la cama con cierta facilidad a pesar de mi resistencia. Mi madre llora al verme. Se encuentra tan acongojada, que no puede responderme ni queriendo. Acaba sentándose en una silla. Yo simplemente grito desesperada: “¡Quiero verlo! ¿Dónde se encuentra Javi?”.
–Dejadme espacio –dice un enfermero.
Al verlo venir hacia mí con una aguja, me espanto. «¡Me van a sedar! ¡No puede ser!». Me resisto, pero los tres logran reducirme. Estoy demasiado débil. Una vez inyectado el líquido, empiezo a notar flojedad en el cuerpo y pesadez en el alma.
–No te preocupes, guapa, que ahora vas a sentirte mejor… Esto te relajará un poco –una enfermera procura sosegarme con sus palabras y una caricia en la mejilla.
–¿Es usted su madre? –entra un doctor.
–Sí, sí. ¿Qué le ha ocurrido? ¿Por qué está así de alterada? –le tiembla la voz.
–No se alarme. Su hija se encuentra bien y va a recuperarse. No tiene lesiones físicas graves. Lo único que ocurre es que, al despertar, ha entrado en estado de shock. Es normal en estos casos. Pero se recuperará.
–¡Gracias a Dios! –mi madre lo abraza.
–Fuera le espera el médico alemán que la encontró y atendió. Él lleva su expediente, así que quiere hablar con usted personalmente. Yo solo soy el psiquiatra que viene a revisar el posible trauma mental antes de que la policía le tome declaración.
«¡¿Policía?!», exclamo vocalizando en mi interior perfectamente, ya que exteriormente sale algo gangoso y casi inaudible. Mi madre afirma. Camina hacia fuera. A través de una gran ventana observo que hay un doctor mirándome. Este hombre va tan cubierto que apenas puedo apreciar que su cabello es negro y su piel clara. Es alto, lleva gafas oscuras, una mascarilla de quirófano y un gorro por el que solo le salen las puntas del cabello.
–Vamos a ver. Mírame –me dice el joven doctor mientras se sienta en la cama.
Lo hago, pero me distrae aquel caballero de elegante figura y semblante misterioso que habla con mi madre tras el cristal.
–Veo que te han dado un calmante. Veamos si logro hablar contigo antes de que te afecte más, o te acabes durmiendo. Intenta mantenerte despierta, ¿vale? Soy el doctor Santiago del Bosque, psiquiatra. Vengo a comprobar qué lesiones mentales tienes. ¿De acuerdo? –chasquea los dedos en mi cara, captando así mi atención.
Muevo la cabeza para indicarle que sí.
–Necesitaré que hables, ¿entendido? –me mira a los ojos, arrugando un poco su frente.
Afirmo otra vez con el gesto. Sonríe.
–Veamos, ¿cómo te llamas?
–Érica.
–¿Qué más?
–Érica… –aunque quiero responder y continuar, no puedo. Lo que se me viene a la cabeza es otro nombre, otros apellidos y otra cara– ¿Dónde está Javi?
El doctor mira a las enfermeras y luego me devuelve la atención. Parece no saber de quién hablo.
–Dígame que está bien… –lo agarro de la bata tan débilmente que la mano cae como un peso muerto sobre la cama.
–No sé quién es Javi, Érica, pero ahora te lo dirán. Primero, cuéntame qué te ha pasado.
Con esfuerzo –mientras las enfermeras cuchichean al fondo– comienzo a hablar, a contarle un resumen de lo que nos ocurrió en el campo. El doctor Santiago niega con la cabeza. Sé que no me cree. Pongo mis ojos sobre la ventana y observo que el señor que habla con mi madre se marcha muy rápido. Tanto, que la deja hablando sola. Cuando esta se rodea, aparecen dos hombres. Estos le enseñan sus placas. O eso imagino…
Entran juntos, sorteando a las enfermeras. El incrédulo psiquiatra se dirige hacia ellos. Aunque conversan en voz baja, los escucho perfectamente bien.
–No creo que vaya a daros respuestas coherentes. Hablando sin tecnicismos, la paciente se encuentra en un estado tan catatónico, que su mente se evade de la realidad, inventando cosas fantásticas que simulan lo que en verdad le ocurrió. Simplemente no lo concibe. Por eso, no creo que se recupere pronto y os dé una declaración creíble para el informe policial.
Tras decirlo, a mi madre le da un ataque de ansiedad y el enfermero se la lleva en volandas con la ayuda de las otras dos mujeres, impidiendo que estos respondiesen a qué tipo de policía pertenecen.
–Bueno, hablaremos con ella, ahora y más adelante, si le parece bien –dice uno de ellos. Un hombre con espeso bigote, rudo, de voz grave y similar a los detectives americanos del CSI.
–No hay problema, pero os comunico que no os aportará nada relevante para el caso. Solamente dice tonterías…
–No importa –alega el más joven de los dos con una sonrisa amable.
El doctor Santiago abandona la habitación y me deja a solas con los extraños policías. Los miro atontada. El del bigote se dirige hacia la ventana y echa el visillo. Ambos llevan pistola y van enchaquetados. Tienen aires demasiado misteriosos. Mi mente se evade una vez más y me quedo enajenada observando el vaso de agua. Intento llevar mi mano hacia él, pero no puedo.
–¿Quieres beber? –se me acerca el joven, cuya apariencia me resulta familiar.
Asiento y este lo agarra. Me ayuda con una amplia sonrisa. Parece muy simpático y atento.
De repente, el señor del bigote carraspea mirando a través de la blancuzca y casi transparente cortinilla.
–Disculpa, él es mi jefe, el inspector Luis Guerrero. Yo soy el inspector Ruiz –me enseña su placa, tapando su nombre con el dedo, y la retira enseguida.
Me pregunto de qué departamento serán y por qué él no me ha dicho su nombre completo. Sin embargo, me olvido pronto de ello al contemplar a los guardias de la puerta. Estos señores –ya vestidos de uniforme–, me hacen creer que deben ser reales.
–Érica Pulido, ¿verdad? –habla Ruiz.
Afirmo.
–Necesitamos saber lo que ocurrió en el bosque.
–¿Dónde está Javi? –le imploro una respuesta con los ojos.
–¿Javier Vargas de la Rosa? –me mira un poco pálido.
–Sí. ¿Cómo está? –le agarro la mano.
–Jovencita, debe usted dar las gracias de estar viva. Cuéntenos lo que ocurrió, o no le diremos nada sobre el señor Javier –el jefe, Guerrero, camina hacia mí muy serio.
Ruiz me aparta su mano y se aleja con parsimonia, dejando al serio inspector delante. Trago saliva. Impone tanto que decido colaborar. Comienzo, una vez más, mi relato, dejándome pequeños detalles personales atrás. Lo continúo hasta llegar a la parte en la que quedé inconsciente. No sé ni cuánto tiempo he dormido, ni dónde estoy ahora exactamente. Lo único que tengo bien claro es que cada vez que me intereso por él, la gente parece no querer responderme.
Cuando estoy a punto de terminar un cuestionario formulado por el joven inspector, Guerrero suspira. Ruiz, por el contrario, se pone más pálido ante mis palabras. Son dolorosas. Lo veo reflejado en el rostro del joven. Sobre todo, en su apenada mirada. Lo más seguro es que piensen que estoy tarada.
–¿Dónde está Javi? Ya les he contado todo lo que ocurrió.
–Érica… –Ruiz intenta hablar, pero le corta la ronca voz de Guerrero.
–Ha sufrido demasiado, jovencita. Tiene un severo trastorno de la realidad. Lo que se ha hablado aquí, es todo producto de su imaginación.
–¡¿Cómo?! –me exalto un poco dentro de mi aturdimiento.
–Javier Vargas ha muerto.
–¡¿Qué?! –exclamo con lágrimas en los ojos, medio a gritos y a punto de sufrir un ataque.
–Érica, él… Él intentó asesinarte. Tal vez no lo recuerdes bien –explica Ruiz.
–¡No! ¡No! ¡Me niego a creer eso! ¿Dónde está? –trato de levantarme, pero Guerrero lo impide, tumbándome de nuevo. Me mira con el alma tan insípida y fría, que hasta mis lágrimas sienten temor de derramarse en su presencia.
–Olvida lo que nos has contado o pensarán que estás loca y te encerrarán en el manicomio de por vida. La verdad, Érica, es que Javier Vargas ha intentado matarte a ti, su compañera sentimental. Para tu fortuna, tras tirarte por un barranco, él sufrió un infarto y murió. Gracias a eso tú estás viva –sus ojos me atraviesan hasta el corazón.
–Eso no fue así… –susurro, pero al notar su presión en mis brazos, flaqueo y lloro ante el recuerdo y la imagen de Javi.
–Marchemos –ordena Guerrero, soltándome.
Acto seguido, abandona la sala.
–Tenemos un video, Érica –el joven se sienta a mi lado y se muestra un poco más cariñoso–. Y… a pesar de que se ve borroso y difuso… la parte en la que te empuja se encuentra demasiado diáfana. Ya te lo mostraré cuando estés más capacitada para verlo –acaricia mi pelo con pena–. Lamento mucho todo lo ocurrido, pero… –se corta–. Hazle caso al inspector Guerrero. Será mejor que olvides todo esto e intentes rehacer tu vida –aunque Ruiz procura ser amable, tranquilizarme y aconsejarme… no puedo creerlo.
Ambos se marchan. No vuelvo a hablar más del tema con nadie. Simplemente sollozo. Me siento impotente al ver que mis padres y los demás se creen esa adulterada versión de los hechos. Esa que dice que Javi intentó acabar con mi vida. Me resulta increíble ver como todos, hasta la televisión que tengo frente a mí, lo afirman sin mesura. Todos menos yo.
Durante el transcurso de las tres primeras horas de mi despertar –ya que me quedé dormida entre las lágrimas–, no le he dirigido la palabra a nadie. Solo procuro asimilar lo acontecido.
Cansada de lo que se escucha en las noticias, apago la televisión y pregunto dónde se encuentra él. Me informan de que su “cadáver” permanece en el depósito, a la espera de ser preparado y trasladado de Navarra a Córdoba. A su vez, me entero de que mañana todos volveremos a nuestra ciudad, a nuestra casa.
Me siento atrapada en mi propia mente. No me creo ni una sola palabra de lo que me contaron. Ni de ellos, ni de mis sorprendidos padres. Le pido a mi madre un puñado de folios y un bolígrafo antes de que se duerma en el sofá. Me los da y, a los pocos minutos, cae dormida.
Con cuidado y precaución, me levanto y salgo de la habitación aprovechando que no hay policías en la puerta. Camino, despacio y sin vida, por el pasillo de este hospital navarro. Sin darme cuenta, choco con unos guardias. «¿Custodiándome todavía?». Me quieren hacer volver a la habitación. Me rehúso. Necesito ver a Javi. Debo corroborar lo que todo el mundo me dice. Debo ver con mis propios ojos eso de que está muerto.
En ese momento de persuasión policial –incluso de agarre corporal–, aparece el inspector Ruiz. Tras escucharlos, expone que él me acompañará a la habitación, que viene a relevarlos él mismo. Los dos antipáticos gorilas se marchan. Me agarra del brazo para regresar, pero le ruego que me deje verlo, que me lleve a él, que me permita, al menos, pasar la última noche a su lado.
Este afirma y, alegando que no será un grato recuerdo y que no me piensa dejar sola, me acompaña. O, mejor dicho, me lleva. Una vez en la sala, me percato de que abunda la soledad y el silencio. No hay nadie velándolo. Javi solamente tenía a su madre y la pobre mujer está inválida y muy enferma. Imagino que se encontrará en Córdoba, esperando a que el cuerpo de su hijo regrese.
Acerco mi rostro a la cristalera y… aun tapado, reconozco su forma, su contorno fuerte y trabajado. Me mareo y Ruiz me sostiene para que no me desplome. A pesar de que pretende llevarme de nuevo a la habitación para que descanse y no pase más disgustos, yo quiero ver a Javi, quiero entrar.
Con paso tembloroso y dubitativo, camino hacia la puerta. Una vez en ella, la abro y pongo el primer pie dentro. Ando hacia su cuerpo y lo destapo un poco.
–¡Noooooo! ¡Noooooo! –exclamo con angustia y dolor al verlo pálido, con ojeras bajo los ojos y muerto. MUERTO.
Mis rodillas tiemblan y caigo al suelo, abatida. Grito de dolor y me desgarro la garganta con ello. Como puedo, me levanto, aferrándome a su cuerpo sin vida. Tras agonizar y desear morir junto a él, durante tantas horas que me he quedado afónica, salgo vacía de esa habitación. Para mi sorpresa, el inspector Ruiz ha permanecido al otro lado, tras el cristal, durante todo el tiempo. Los brazos del amable joven rodean mi cuerpo para darme un poco de consuelo. Consuelo que agradezco aunque siga sintiéndome igual de mal. Me ofrece ir a la habitación, pero me niego a dejarlo solo, sin que nadie llore su trágica muerte.
Transcurren las horas. Sollozo en silencio con el inspector a mi lado, observándome con pena. Mis ojos acaban secos y mi corazón ya no bombea sangre caliente, sino que, por el contrario, arrastra para que discurra por mis venas y arterias un gélido líquido repleto de cristales. Cristales que a su paso van rasgándome por dentro. Me hieren tanto, que las yagas de mi cuerpo son imposibles de contar. Imposibles de soportar…
A no sé qué hora de la mañana, vienen a llevarse a Javi para preparar su partida unos hombres muy raros. Estos me miran con tristeza, pena y como si estuviese loca. Tal vez piensen que doy lástima por estar tan desquiciada como para llorar la muerte del que intentó matarme. «¡Pero es que eso no es así! ¡No fue así!».
Ruiz me acompaña a mi habitación. Aquí, mi madre sigue durmiendo. Cuando el inspector abandona el lugar para seguir custodiándome tras la puerta, agarro los papeles de la cama y el bolígrafo. Estoy decidida. Pienso escribir todo lo que pasó. Todo. Todo… Y nadie va a negarme que, en mis adentros, yo me crea mi propia versión. La real. No la que ellos dicen, o creen, saber.

Fin del primer capítulo.

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